Parece que en España no solo sufrimos una crisis económica, sino también de inspiración. Dreamland podría haber sido una serie que apostara por esa falta de creatividad que lleva años instalada en la ficción española y rompiera con la tendencia de reproducir una y otra vez las mismas historias, los mismos clichés. Pero quién diría que detrás de tanto esfuerzo y un periplo de dos años desde que se anunciara el proyecto, el resultado fuera tan pobre. Hay ideas que solo funcionan sobre el papel, y aunque el proceso de creación de la serie por parte de sus protagonistas sonara interesante, no mantiene la esencia que se puede plasmar en una hoja en blanco.
Sería muy imprudente por mi parte escribir una lista de los fallos que convierten el primer episodio piloto en un espejismo de lo que podría haber sido, pero el físico se impone tanto a la preferencia de un buen guión, que la voluntad de sacar provecho comercial de la serie echa por tierra cualquier argumento que la pueda defender.
La historia de partida de la serie se resume en pocas palabras: Dreamland es una de las escuelas más prestigiosas de música y danza del país, donde cientos de aspirantes luchan por alcanzar sus sueños. Y detrás de todo eso, una sucesión de videoclips sin un hilo conductor que consiga engancharte. Debemos ser muy conformistas para que a día de hoy sigamos con esa maldición que no consigue arrancar a los guionistas algo que nos fascine.
Lo peor de todo es que detrás de estos jovenes hay talento, ganas e ilusión. Que la fotografía es fantástica, que Natalia Millán volvió a brillar y que sino fuera por el exhibicionismo exagerado (que no enganchó a la audiencia), las coreografías resultarían atractivas. Es cierto que retransmitir la serie el día de la semana en el que menos gente joven hay delante del televisor es un condicionante, pero Dreamland enseña mucha carne y poca historia. Y siempre he creído que el éxito de una serie o una película reside en contar buenas historias.
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